Puede que no le suene. Murió hace medio siglo pero su delicada obra está de absoluta actualidad. Qi Baishi ocupa hoy el tercer puesto en la lista de superventas del mercado artístico internacional, después del pintor malagueño y de Warhol.
A mitad de los años cincuenta, recuerda una
historia que circula –y que seguramente tiene bastante de leyenda urbana–,
Zhang Daqian decide visitar a Picasso. Se trata de una práctica incluso
habitual entre los jóvenes artistas, llegar sin aviso hasta su casa, aunque
esta vez no es un principiante quien sigue la estela del gran creador, sino un
coetáneo, maestro en el arte de la pintura tradicional china. Después de dos
intentos fallidos, sigue contando el relato, Zhang Daqian consigue que Picasso
le reciba y mientras admira con interés unos trabajos que muestran el trazo
firme y poderoso del español, reconoce asombrado que se trata de copias de Qi
Baishi (1864-1957), uno de los más admirados pintores chinos, capaz de combinar
tradición y artes populares.
Picasso confiesa entonces su admiración sin reservas por Qi Baishi, “el mejor pintor de Oriente”. Nadie puede igualar el arte de los chinos, sigue diciendo; su trabajo está por delante de todos: esos trazos, ese dibujo… Por eso nunca había ido a China, reflexionaba Picasso, para no tener que compararse con Qi Baishi. ¡No entendía qué andaban buscando en París los artistas chinos, qué arte querían aprender allí!Qi Baishi era conocido, dentro y fuera de su país, por una pintura antiheroica, de las cosas pequeñas –flores, cangrejos, insectos, peces…–. Un “pintor de gambas” capaz de mantenerse al margen de los conflictos políticos de la época turbulenta que le toca vivir –el final de la dinastía Qing (1644-1911)– y reconocido como un “artista del pueblo” tras la revolución por sus orígenes humildes y su formación autodidacta.
Quién
iba a decir a dos de los protagonistas de esta anécdota, sucediera o no en
realidad, que más de medio siglo después se encontrarían en un sitio impensable
para ambos, la lista de los mejor vendidos en el mercado artístico
internacional. Si Picasso ocupa el primer lugar de superventas, su
admirado Qi Baishi ocupa el tercero. Entre ambos brilla otro maestro del trazo
y el dibujo, Andy Warhol, a su manera pintor de lo antiheroico, un “pintor de
latas”.
La noticia ha saltado a los medios en estas
últimas semanas al repasar las por otro lado nada halagüeñas ventas en valores
globales: el gran maestro chino Qi Baishi, conocido por sus pinturas sencillas
y su trazo elegante, no ha dejado de consolidar su éxito –y, por tanto, sus
precios– en los últimos veinte años. Aunque lo interesante de la noticia no
reside sólo en esa particular recuperación, sino en que buena parte de sus
potenciales clientes se hallan en la misma China, lugar que en la última década
ha visto florecer un mercado potente, y para algunos hasta cierto punto
inesperado, al amparo de un arte joven que va surgiendo en grandes centros
urbanos como Pekín y Shanghai.
La nueva clase con poder adquisitivo en
China, ésa que compra a Qi Baishi, se ha lanzado junto con Occidente, que desde
hace algunos años ha sucumbido a las novedades de la vieja/nueva China, a
adquirir no sólo arte clásico y producción actual, sino antigüedades, abriendo
en el gran país asiático la consabida discusión sobre las devoluciones
necesarias a sus lugares de origen. Se recuerda, de hecho, el escándalo durante
la subasta de la colección de Ives Saint Laurent hace apenas un año: dos
esculturas chinas con un valor simbólico aspiraban a ser adquiridas por unos
coleccionistas –nuevos ricos chinos o ricos occidentales con intereses en
China– cuya supuesta intención era devolverlas, ya que formaban parte de las
reliquias del palacio de verano saqueadas por Occidente.
Mientras tanto, las nuevas estrellas
refulgentes han tomado posiciones en el mercado nacional e internacional,
despertando el interés por el arte chino en Occidente que quizá tiene su origen
en el arte contemporáneo. Nombres como Zhang Xiaogang se han ido convirtiendo
en inexcusables en cualquier evento a la moda y se han ido abriendo nuevos
espacios alternativos y centros de producción en el propio país. Grandes
inauguraciones –con cenas exclusivas incluidas– son, en China también, parte de
la rutina, y el mercado ha florecido de un modo que pocos hubieran adivinado.
Saatchi entraba en acción –y con él, el éxito
mediático asegurado– inaugurando en 2008 una muestra, La revolución
continúa. Nuevo arte de China, que, en palabras suyas, mostraba cómo parte
de la producción más interesante en el momento actual provenía de esta zona del
mundo. En 2006, Christie’s y Sotheby’s, según noticia de The New York
Times, vendieron 190 millones de dólares en arte asiático actual, casi todo
chino, en una serie de subastas celebradas en Nueva York, Londres y Hong Kong,
frente a los 22 millones facturados en 2004. Según un conocido coleccionista y
galerista de arte asiático, desde principios del siglo XXI en China está
sucediendo lo mismo que había ocurrido en Europa a principios del XX: una
revolución, que en el caso de los artistas chinos suponía a veces ciertas
indiscutibles occidentalizaciones.
Pero no hay que llevarse a engaño: casi nada es
nuevo en este sentido. Ya a principios del siglo XX empiezan a aparecer en
China artistas contaminados por influencias extranjera. Xu Beihong, quien
estudió primero en Japón y se trasladó a París en 1921 y se especializó en el
análisis de la figura humana, es un buen ejemplo. Sus trabajos, muy
occidentalizados, tienen como marco a sus artistas favoritos –Rubens,
Rembrandt, Delacroix…– y rechazan vanguardias de entonces como el fauvismo,
cubismo o expresionismo. Beihong, que terminó siendo director de la Academia
Central de Arte Nacional de Pekín, mostró en su arte y sus cargos una obsesión
china: el impenitente interés por la pintura tradicional.
Picasso se preguntaba ¿para
qué querían los pintores chinos ir a París, si en su tradición reside la
esencia misma de la pintura? ¿Quién no iba a estar fascinado por esa China que
Hegel definía como fuera de los acontecimientos del mundo, inmóvil? ¿Quién no
sucumbiría a ese inmenso país que desde la imaginación europea se percibe como
la esencia misma de las tradiciones, detenida en el tiempo? Sin embargo, China
lo que está es sometida a convenciones que Occidente, prendido de su
pensamiento binario que abarca con dificultades la noción de totalidad, no
llega a entender hasta las extremas consecuencias, incapaces como somos sobre
todo de percibir las pequeñas transformaciones. Igual que ocurre en la ópera
china, donde un solo gesto define el personaje, en la pintura las variaciones
son sutiles, pero radicales.
Si la pintura europea se basa en la mímesis
–retratar el mundo igual al mundo–, la pintura china, cuyos cambios surgen
desde la caligrafía, se basa en las mencionadas convenciones, quizá porque en
la tradición humanista china el desarrollo de la mente empieza y termina en el
aprendizaje. Como dice Zhu Da, discípulo de Qi Baishi durante toda su vida: “El
que aprende de mí, vive. / El que copia, muere”. O como expresa el mismo Qi
Baishi: “La maravilla de una buena pintura se encuentra entre el parecido y la
falta de parecido. Si el parecido es exacto, satisfará los gustos más vulgares,
pero la falta de parecido total es hacer trampa”.
Esa es,
de hecho, la regla de los fabulosos trabajos de Qi Baishi, cuyos orígenes
humildes hacen de él un artista peculiar por lo que tiene de autodidacta. De
hecho, nacido a mediados del siglo XIX en el seno de una familia con escasos
recursos en Xiangtan, provincia de Hunan, donde vivió con sus numerosos
hermanos y hermanas menores, sus padres y sus abuelos, no pudo asistir a la
escuela debido a una enfermedad y, como era demasiado débil para llevar a cabo
las tareas del campo, empezó a trabajar como carpintero siendo un niño. Con 18
años descubre un conocido manual de pintura china,Manual del jardín de la
semilla de mostaza, compilado al inicio de la dinastía Qing, y lo aprende
de forma autodidacta. De allí sacará algunas de las imágenes que más tarde
grabará en madera, otra de las actividades a las cuales dedica su trabajo antes
de ponerse a estudiar retrato, para lo cual toma como modelo la fotografía, y
terminar por instruirse en caligrafía, pintura y poesía.
Con 40 años viaja por toda China, copiando
sus montañas. En sus viajes por el país ve la obra de grandes artistas,
paisajes y gentes variopintas que abren sus horizontes y le dan una visión
amplia del mundo que pone en evidencia en su pintura, directa, irónica,
próxima. Siendo ya un artista maduro, con más de cincuenta años se establece en
Pekín, donde conoce a Chen Hengke, quien le anima a abordar un estilo más
sencillo. En 1927 ingresa en la academia de arte de esa misma ciudad, donde
enseña pintura tradicional china, y en 1955 es condecorado por Mao como
“artista del pueblo”. Su larga vida –muere con 93 años, a finales de los
cincuenta– le permite asistir a ciertas variaciones que Wen C. Fong ve como
cambios en la propia pintura china y su democratización. De hecho, parte del
éxito de este artista es la temática directa y fácilmente accesible y
reproducible para su circulación. Ahí radica lo novedoso de su estilo, esa
triple procedencia que deriva del grabado en madera, la representación realista
y la caligrafía, disciplina en la cual va sintiéndose más seguro con el paso de
los años.
Para ver
la fabulosa evolución de su estilo basta con observar El cangrejo,
de 1919, y La gamba, ocho años posterior. Si en ambos ha partido de
la observación directa, en la segunda el cuerpo del crustáceo es caligráfico,
puntos que configuran la forma y el movimiento. Ése será el quehacer que
perseguirá hasta los últimos años de su vida, en los cuales un insecto y un
cuenco parecen suspendidos en el vacío, elemento esencial para la pintura
china. Como explica François Cheng en Vacío y plenitud , “el
vacío (espacio no pintado) ocupa hasta dos tercios de la tela. (…) La función
activa del vacío, sobre todo en pintura, es digna de atención. Es todo lo
contrario de una ‘tierra de nadie’ que implique neutralización, puesto que el
vacío es precisamente lo que permite el proceso de interiorización y
transformación mediante la cual cada cosa alcanza la totalidad. En este
sentido, la pintura en China es vista como una práctica sagrada, porque su
objetivo es nada menos que la realización total del ser humano”.
Y es entonces cuando las cosas pequeñas
adquieren la dimensión trascendental que les corresponde también en el trabajo
de Qi Baishi, uno de los grandes artistas del siglo XX como supo el propio
Picasso.
[Artículo de Estrella de Diego, publicado en El
País semanal del 02/05/2010]
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